La rueda y el tiempo...
El deseo de parar el tiempo, de avanzar o retrasar lo
inevitable, es un sueño que difícilmente alcanzará el ser humano. Nadie ha
sido capaz de paralizar la rueda inmensa que nos lleva cuesta abajo de forma
irremediable, al menos en esta dimensión. Acotar el tiempo, señalar el comienzo
y el final de cualquier cosa, menos aún. He oído infinidad de veces que la vida
da muchas vueltas, pero las ruedas que la mueven jamás retroceden. Sólo las frenan
obstáculos inoportunos, para después seguir avanzando llevándose consigo todo a
su paso, tanto lo malo como lo bueno.
A veces me siento tan insignificante ante este brutal
artilugio, el tiempo, el implacable, como diría Milanés, que me desmorono y no
puedo seguir. Pero casi siempre acabo
por comprender resignada que dejar pasar el tiempo moviendo las piernas,
haciendo "como que estoy" andando, es la mejor manera de continuar. El tiempo te
roba tantas cosas como te regala, y aquéllas que te arrebató y que no volverán
jamás tendrán siempre ese olor a nostalgia.
El tiempo y las rueda, y mi cabecita hilvanando estos dos
conceptos. Inevitable conexión. Ruedas dentadas que giran y giran para computar
montones de segundos que se desperdician al día, de minutos que se llenan de
nada y de todo, horas que se alargan como elásticos cuando miras al techo o se
esfuman cuando más las estás paladeando. Años que se cimentaron con minutos y
horas preñados de futuro y que ahora descansan en cualquier alcantarilla
maloliente. Calendarios que no existieron más que en mi cabeza. Destinos que fueron
robados impunemente y nuevos destinos que se van doblando una y otra vez con
manos ágiles para formar bonitas figuras de colores que miman mi vida hoy.
Parte de mis vacaciones estivales pasadas se evaporaron
dentro de un hospital extranjero. Mientras mi cuerpo yacía con un dolor
desconocido atrapado en mi estómago, me desplazaba por pasillos inmensos y
fríos de vida con ayuda de la rueda, ese gran invento. Casi me vuelvo loca
encerrada entre esas impersonales paredes. Las ruedas no dejaban de corretear
de un lado a otro, chirriándome al oído, desafinando pensamientos que yo
conectaba inevitablemente con el tiempo. Llegué a obsesionarme. Las jornadas
eran casi exactas unas a otras. Quince largos días apoyada en un porta suero
paseando bolsas de analgésicos y de drogas duras para evitar náuseas. Habitaciones
y pasillos ocupados por ruedas. Carros con ropa sucia y carritos de la limpieza
aparcados en las puertas de las duchas; carros que desprendían olor a comida de
hospital y provocaban que mis tripas dieran vueltas sin opción a recomponerme;
mesitas de noche con ruedas que se adaptaban a las necesidades más básicas como
llegar con la mano a los pañuelos o a la botella de agua; camas con grandes
ruedas que entraban y salían de las habitaciones mordiendo los marcos de las
puertas; pequeños carros de curas que acompañaban a los señores y señoras de
blanco y que irrumpían durante la madrugada con ruidos metálicos. La mayoría de
las noches me encontraron levantada arrastrando mi carrito de vuelta del cuarto
de baño o sentada en la cama llorando de impotencia. Allí nada importaba. El
tiempo se detuvo para mí y actúe como una inocente chiquilla que dejó los
remilgos y la vergüenza dentro de un estrecho armarito, entre la ropa que
llevaba el día que llegó.
Mi estancia allí fue como estar dentro de un gran reloj,
una rueda se conectaba con otra con
programada exactitud. A largas horas de dolencia le siguieron otras más cortas
que llegué a aprovechar intensamente; y vuelta a empezar. Altos y bajos. La
vida misma. Afortunadamente los ratos de disfrute fueron tan intensos que
llegaron a eclipsar todo lo demás. La soledad en un hospital se siente como el
plomo, y gracias a la visita diaria de un ángel, que yo esperaba con la ilusión
de un encarcelado, pude aguantar allí encerrada aquellos días.
Ahora intento poner el cronómetro a cero cada mañana. Dar cuerda a mi reloj de pulsera para que dance al ritmo de mi corazón, y empezar calendarios con cierta esperanza para no apagarme, son tareas que estoy aprendiendo a asimilar.
Ahora intento poner el cronómetro a cero cada mañana. Dar cuerda a mi reloj de pulsera para que dance al ritmo de mi corazón, y empezar calendarios con cierta esperanza para no apagarme, son tareas que estoy aprendiendo a asimilar.
A menudo pienso que el tiempo no existe y que sólo se trata
de un juego de percusión: tic- tac - tic - tac - tic - tac…
Comentarios
Voy a leerlo otra vez.
Besos y gracias por tu visita
Etcétera
Respecto a lo del estómago, espero que ya estés curada,(que yo sé de un bizcocho que te lo deja como nuevo, remedio casero ) jeje)
Y sí, estoy contigo en que "algunos" bizcochos son curativos. Enhorabuena a tu Tía Paca. Mmmm
Besitos
Etcétera
Periodicamente me viene a la cabeza una canción de Bosé que decía...
"el tiempo pasa y me enamora,
el tiempo pasa arrasa, quema y deteriora
el viento calla ¿por qué?
y en un momento todo olvido me devora"
Parece que cuando nos hacemos mayores nos vamos quedando con lo malo que traen los días. Pero frente a ese pensamiento, te dejo el link del post que ha publicado una amiga y que apuesta por algo tan sencillo como vivir...
Curiosamente, ella ha llamado a su post "El tiempo que nos queda". Aquí lo tienes.
http://avataresdeunamazona.blogspot.com.es/2013/01/el-tiempo-que-nos-queda.html
Un abrazo enorme y lleno de vida!
Besos
Etcétera
Besitos
Etcétera
Besos y burbujas.
Besos y burbujas.
Besos
Etcétera
Feliz tarde, amiga
Besos, amiga Laura
Etcétera
Qué Dios te bendiga!
Un besote
P.V