Súper poderes...
De pequeña fui una niña con súper poderes. Creo que algo quedó de entonces, porque sigo
sintiéndome liviana y con muchas ganas de volar todavía.
Tenía el poder de hacerme invisible cuando me reunía con la
multitud de familiares que se arremolinaba ruidosa en el patio de la casa de mi
infancia. Otras veces, cuando los ruidos
no eran de multitudes, sino de monstruos que amenazaban mi estabilidad y la de
mis compañeras y compañeros de infancia, me hacía un ovillo en cualquiera de
las habitaciones vacías de esa casa y por arte de magia nadie conseguía verme,
invisible para cualquiera, ligera como una pluma e intocable. Este súper poder
fue uno de los primeros que desarrollé.
Era un placer infinito pasear por los enormes corredores de
esa casa, el espacioso corral y el patio, portando entre mis manos el espejo
del cuarto de aseo. Lo apoyaba con fuerza sobre mi vientre, girado hacia el
cielo. Acercaba mis ojos al resplandor y me disponía a disfrutar. Primero caminando
despacio por el reflejo de los techos desconchados y después fuera, con más
seguridad, sobre el de las nubes esponjosas que cruzaban el cielo. Fueron mis
primeros vuelos, invisibles y solitarias acrobacias, aprovechando siempre el
silencio y el vacío de la siesta.
En otras ocasiones me quedaba extasiada mirando la nuca de las
personas que estaban sentadas viendo televisión en la sala, me concentraba en
un punto, apretaba el entrecejo y después de unos minutos de esfuerzo mental,
se obraba el milagro, la persona se giraba y me observaba extrañada. Yo
disimulaba apartando la vista. Así con todo el mundo, con compañeras de clase,
con gente que esperaba en una fila, en el cine… fue un súper poder que con el
tiempo fui perdiendo por falta de práctica.
En una de las habitaciones donde se forjaron cada noche mis
sueños, aquellos que transitan por otras dimensiones y que cada día apuntaba en
un cuaderno para no olvidarlos, dormíamos cuatro o cinco hermanas, compartiendo
camas, compartiendo oxígeno y compartiendo miedos. A ciertas horas, y después de intercambiar las alegrías y las
penas vividas durante el día, yo todavía
seguía hilando frases con el tono somnoliento característico de esas horas intempestivas.
Contaba alguna historia inventada, inyectando en mis palabras un dulce
somnífero y narrando algo que ni ellas ni yo misma entendíamos bien. Hablaba de
duendes alados, de niñas que escapaban
de sus casas para correr aventuras y de sueños que saltaban fuera de los
bolsillos de mi abrigo, camino del colegio cada día. Era entonces cuando
escuchaba ruiditos de bocas entreabiertas y suspiros. Me incorporaba, miraba a
un lado y a otro del cuarto buscando alguna réplica y solo encontraba cuerpos
inertes y cubiertos hasta las cejas.
Este súper poder de dormir a otras personas mientras retozan en la cama
de al lado o en la mía propia, lo sigo manteniendo intacto y me siento
orgullosa por ello.
Cuando comprobaba que el sueño había vencido a una
habitación llena de niñas, con los ojos muy abiertos, recorría el techo de la
habitación buscando formas que me arroparan para no tener miedo. Después, más
calmada, respiraba hondo y cerraba mis ojos. Así comenzaban mis vuelos, viajaba
muy lejos de allí, lejos de aquellas camas pesadas de mantas, lejos de aquellas
paredes que crujían y supuraban humedad, lejos de todo. Ahí comenzaron a
formarse mis alas, ahí fue cuando comencé a ser pájaro, una niña con súper
poderes.
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