Aprendí a querer con mis muñecas...

Yo de pequeña daba el pecho a las muñecas muertas, quizás para resucitarlas. Jugaba a vivir, pero mi intención no era maternal, mi afán era otro. Las remiraba ahí quietas, impasibles, inmóviles; las sentía tan perdidas que intentaba reanimarlas, les inoculaba vida, les enseñaba a vivir. Les procuraba ternura a esas formas frías con vestidos de colores, calentándolas con toallas, esperando que algún día comenzaran a latirles de verdad los corazones invisibles que sólo yo podía percibir en sus cuerpos huecos. Me encantaba el olor que desprendían, el tacto suave del plástico rosado y el pelo descolocado de mis muñecas. A veces recortaba su pelo a tijeretazos y éste quedaba tieso y sin estilo, o pintaba pecas con un bolígrafo bic azul por toda la cara porque me gustaba cambiarles el aspecto y darles a cada una su propia personalidad.

Las muñecas que vivían en la casa de mi infancia, aunque todos creían que estaban muertas, estaban muy vivas. Les inventaba vidas, historias fantásticas, y cuando por fin aprendí a escribir frases largas, las redactaba en cuadernos amarillentos para no olvidarlas. Cuando llegaba la noche descansaban a mi lado bajo las pesadas mantas de mi infancia. Después de un suave beso y de colocarlas en horizontal, un parpadeo automático hacía que sus ojos, con pestañas curvadas y muy rubias, me dieran las buenas noches, y esa sonrisa que jamás se escapaba de su cabeza hueca, me acompañaba y protegía de miedos infantiles.

En una ocasión le fabriqué a una de mis muñecas preferidas una pierna con un trozo de media rellena de espuma, era mi muñeca minusválida, que yo cuidaba más que al resto porque no se tenía en pie. Cuando los botones de los trajes se le descolgaban yo los pegaba con pegamento porque era pequeña para andar con agujas, aunque me crié entre ellas.

A veces visitaba a una amiga y me angustiaba ver colgadas por el cuello a sus muñecas... con sus rostros duros y brillantes. Sobre el cabecero de las camas infantiles unas, y el resto repartidas con simetría calculada por las paredes encaladas. Ésas sí que estaban muertas, ésas no jugaban a vivir ni por supuesto vivían para jugar. Me entristecía sobre todo por mis amigas, porque aún teniéndolas a su alcance, sus madres no dejaban que aquellas muñecas con trajes inmaculados y lazos gigantes jugaran con sus hijas e hijos. En mi casa todo era diferente. Todas las muñecas y muñecos se compartían, y el cariño también.

Las caricias no mienten y yo aprendí a dar cariño a través de mis muñecas. A saber darlo y a saber recibirlo. Y ahora ya de adulta, sé distinguir, creo que con cierta claridad, las caricias de verdad y las que te reclaman a gritos ahogados. Me encontré en el camino con muñecas que pedían demasiado, muñecas muy pomposas, caprichosas muñecas que demandaban besos y abrazos sin dejarse querer. Las caricias no mienten y yo aprendí a amar con mis muñecas y muñecos, a amar y a dejar que me amaran.

Comentarios

jorge ha dicho que…
Un bonito texto.

Un bonito aprendizaje.

Saber dejarse querer es algo muy valioso.
SantiagoPabloRomero ha dicho que…
En el acervo
De las siluetas
Me gustan las curvas menos difusas
Será que el tiempo
Me hizo aguzar el ojo
Y disfrutar de la realidad
Tal como es…
Bellos sentimientos, entre muñec@s...
Gracias Etc.un placer
Etcétera ha dicho que…
gracias a ti, caminante y su sombra...por visitarme y quedarte...y gracias a ti, Jorge, por estar ahí,desconocido, pero ya cercano, compañero bloguero...
Besos a los dos
Anónimo ha dicho que…
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