Pablo MIlanés y lo efímero...

El día 8 de julio, en un teatro al aire libre y acercándose la media noche, me abracé a la nostalgia mientras le hacía un guiño travieso al presente. Milanés, el maestro de voz dulce, se coló en mis emociones más ancestrales y me derramé como cada vez que él entra por la puerta más blanda, mi corazón. Este músculo sensible bombeó con fuerza cuando sus huesos maltrechos salieron al escenario caminando despacio. No pude contener las lágrimas. Un sillón y un atril con sus canciones le esperaban en el centro. El espectáculo acababa de comenzar y fue entonces cuando al verlo allí, con su ropa blanca, inmaculada, que le daba el aspecto de un dios o de un maestro elevado, pensé en lo efímero de todo. Un pellizco en el pecho me encogió el alma.
Quisiera, hablando de lo provisional, de lo transitorio que resulta todo en mi vida, limpiar mi honor y batirme en un duelo silencioso con el tiempo, ése que según el maestro cubano, pasa y nos va “poniendo viejos…” y deja atrás los dolores y los placeres. Hoy ya no me acordaba que había estado en este concierto, pero qué importa eso, lo he vivido y ahí queda. Olvidar, recordar. Siempre es lo mismo.
“El tiempo, el implacable, el que pasó…” y que te hace recordar en cada etapa de la vida, que muchas pérdidas tal vez no se hubieran dado de haber actuado con cierto juicio. Ese tiempo que “siempre una huella triste nos dejó”, y que nunca sabes, cuando esa huella se te graba en las profundidades, qué habría ocurrido si las circunstancias hubieran sido otras. Ahora me atrevo a decir que quizás no vale la pena pensarlo, o tal vez sí, qué sé yo. Mejor no flagelarme por ello más de lo debido, porque creo que en eso radica la fuerza del tiempo, en alejar las cosas aunque se te encajen en las entrañas sin posibilidad de salir jamás, ni siquiera de intentarlo, para no dejarme en el tintero nada y acordarme que todo lo vivido es trascendente.
Ahora, en estos días de asueto, lo efímero se manifiesta más evidente que nunca. Observo a la autora de mis días, mi madre, caminando despacio por la casa, con la misma inseguridad que el maestro, y las distancias y el tiempo se me bloquean en las sienes trayéndome la infancia a los pies de la cama de noventa centímetros. Paradójicamente cada vez que este cuerpo que me sostiene, y el alma que ha quedado atrapada en él, entran en esta casa de la infancia, de donde mi querida progenitora no quiere salir ya, como si tuviera una cadena perpetua no merecida, atrapada tal vez por los recuerdos, a mí se me moviliza la niña que llevo cosida a la piel, la tela que me envuelve y que tantas cosas lleva registrada en su superficie, atrayendo a todos los mosquitos que esperaban mi llegada ansiosos. Cada verano es lo mismo. Me hago pequeña, y estos bichitos me hacen recordar con sus dolorosas picaduras lo que quiero y lo que no quiero llevar en mis maletas. He recontado mis picaduras veraniegas y ya suman veinte. Después se queda la impronta en forma de pequeñas manchitas que afortunadamente también son efímeras. Saliva que cura las heridas y saliva para la lo-cura que supone rascarse la vida con tanta saña. Dura unos días, porque sé que el dolor también es efímero, pero me las llevo conmigo de vuelta a mis nuevos hogares, los hogares de otros, que también son efímeros. Pero qué importa, si yo no quiero nada.
Ahora me esperan las olas, que también son pasajeras, como yo, como tú, como todos. Llegan hasta mi orilla, te observan con espuma de cerveza y después se repliegan, huyendo juguetonas de un destino incierto. Vuelven y se marchan, como yo, como tú, como todos. Quizás, como me ocurre a mí, tengan miedo a quedarse para siempre, a quedarse detenidas sin opción de enfrentarse a cambios bruscos e inesperados. Me encanta este baile de olas, este vaivén placentero de no querer permanecer varada como inocentes ballenas en la orilla de otros.
Yo no quiero nada, sólo me tengo a mí y con eso me basta.
Comentarios
No te rasques que es peor.
Un abrazo:
Nieves
Del baile lento
Del trasiego de los cuerpos
Del espumoso mar, rompiendo a tus pies
La frescura de los recuerdos, te muestran
Y unas manos llenas de pequeños canales irrigados
Cuan si quisiera mostrarte, que todo queda
Y el lento baile, devuelve lo que le ofrecimos
Por ello cada estío, las picaduras nos amordazan
Y nos devuelven a la saliva…
Bsts Eva…gracias.
Y gracias tb a ti, Caminante y su sombra por tus comentarios llenos de lirismo... La saliva, el mejor remedio para eternizar lo efímero... Une y difumina bocas que se aman y cura heridas... Es casi la panacea...Besos
Agradezco mucho tus escritos
Un beso
M.C.
Gracias por dejar asomar tu alma de vez en cuando.
Besos Duende
Disfruta de las olas y, siendo mucho más pragmática, te recomiendo Neosayomol para las picaduras, mano de santo...
Silvia