Del amor al odio…


Las emociones tienen peso, forma, color, olor, tamaño… no son indefinidas.

A veces tengo pensamientos grises y siento un peso en la nuca. Éste me presiona, y el dolor baja y reposa sobre mis cervicales. Hay un punto en esa parte de mi cuerpo donde duerme ese color tan frío y triste. Es un peso grisáceo. Es el peso de un saco lleno de piedras que soporto cuando alguien me dice “te odio”. Es entonces cuando el dolor despierta de su letargo. Me rozo la zona para aliviarme y sólo logro percibir un músculo elástico y duro, la textura de una soga sobre mi cuello me recuerda qué no debo sentir. Mis dedos sangran al querer liberarme de algo que reduce mi libertad de movimiento. El odio daña, el odio destruye, el odio me evoca la importancia que tiene amar.

Me ocurre lo contrario cuando sentimientos de apego, de tierno afecto, se paran en mi puerta para liberarme de esa cuerda que aprieta. Se afloja. Me siento ligera, mi rostro se relaja, mis pupilas se encienden y mi cuerpo supura calor humano cuando las palabras mágicas “te quiero” salen de una boca que ama, sean de mi madre, de una amiga, de algún alumno agradecido o de la amante que acurruca su cuerpo agradecido junto a mis costillas para caldearlos en una noche gélida. El sentimiento que impulsa a alguien a pronunciar esas dos palabras tiene un color dorado, de sol temprano, el peso de una pluma que cosquillea mi ombligo y el sabor dulce de una cereza. El amor cura, el amor construye, el amor me recuerda lo agotador que puede ser odiar.

Llevo algunas semanas escuchando que el amor y el odio son la misma cosa, un binomio indisoluble, una misma emoción. Lo han dicho personas que aman, que me han amado, psicólogos ilustrados me lo han asegurado en persona, y estudios actuales encontrados en internet me intentan convencer de que el amor y el odio son impulsados por las mismas zonas del cerebro.

El estudio británico, publicado en la revista de la Biblioteca Pública de Ciencia, PLoS One, analizó el comportamiento de un grupo de voluntarios, colocándoles durante un tiempo la foto de una persona por la que sentían un intenso odio, para después realizarles pruebas neurológicas que “demostraran” al mundo que el amor y el odio se refugian en los mismos circuitos cerebrales. “El amor y el odio son irracionales”, dice el investigador Semir Zeki, y "para los neurobiólogos el odio es una pasión tan interesante como el amor", afirma. De acuerdo, puede que para él sea un objeto de estudio interesante analizar esta emoción tan dañina como es el odio, y lo compare con el amor por la zona compartida con aquél, pero me niego a pensar que sean la misma cosa como he oído últimamente. Si sigo mi propia experiencia puedo manifestar con rotundidad casi absoluta, al margen de investigaciones neurológicas, que el secreto de esta cuestión está en las CONSECUENCIAS que producen dichas emociones y no en lo que una máquina registradora de movimientos neuronales pueda decirme. ¿Acaso siente la máquina el dolor agudo y agrio que siento yo cuando alguien dice que me odia?, ¿acaso es posible registrar el sabor tan dulce que siento cuando me susurran que me quieren mucho?, Hay cosas que no se pueden anotar en una gráfica.

Afirmar que dos sentimientos tan contrarios puedan provocar los mismos comportamientos es como soltar la mayor de las blasfemias. Declarar que existe un estrecho puente que nos hace pasar en poco tiempo del amor al odio es como cometer un genocidio: eliminar el significado de la palabra amor, sin “H” y sin fecha de caducidad. Me resulta increíble, por no decir absurdo, que se pueda odiar a una persona a la que has amado. “Te quiero, pero te odio”, contradice la manera más primaria que tiene un ser humano de sentir el amor en el sentido más amplio. Creo no sólo en lo que veo sino en lo que siento, y cuando alguien me odia, me transmite una energía cargada de olores rancios, parecidos a los de un cadáver. Por eso, y porque no creo que la palabra “odio” pueda permitirse el lujo de ser un sinónimo de la palabra “amor”, quiero gritar a los cuatro vientos que no me permitiré odiar a las personas que he querido alguna vez. Tampoco admitiré en mi vida a nadie que me odie después de haberme amado. Me lo prohíbe uno de mis principios más elementales: amar y ser amad@ no tiene que doler.

Prometo que soy de este planeta, aunque a veces sospeche que no.

“Allí donde hay amor, hay vida; el odio conduce a la destrucción.” ( Mahatma Gandhi )

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
No pueden ser lo mismo. EL gris y el dorado. Cargar con un saco de piedras o intentar atrapar una pluma que se escapa
de la gravedad. Los olores rancios y el delicioso sabor de una cereza madura. Una pena que tanta gente (psicólogos, científicos, etc.) hayan tergiversado el artículo original en PLoS One. Los autores, no sólo no dicen que sea lo mismo sino que además enfatizan diferencias. Y una grata sorpresa que tú te lo hayas cuestionado.
Laura
chris ha dicho que…
He querido, he amado, me han querido y no sé si me han amado. Nadie me ha dicho nunca que me odia y yo cuando lo he verbalizado, ha sido más por la rabia que por la realidad de ese sentimiento.
Creo que el odio hace que centres todas tus energías de un modo muy negativo y no me apetece perder el tiempo de esa manera.

Estoy contigo en todo lo que dices. Y me ha encantado cómo lo has dicho. Gracias por compartirlo.

Un abrazo!
Anónimo ha dicho que…
Lo de que del amor al odio hay un paso es una gran mentira. Quien es capaz de dar ese paso es que nunca amó, y lo demás es palabrería.
Claro que ambos sentimientos son extremos e intensos, pero de ahí a que sean lo mismo o parecidos...qué aburdo, es difícil encontrar dos cosas más diferentes.

Saluditos Eva
María ha dicho que…
Cómo se atreven a comparar siquiera estas dos emociones tan contrarias y decir con tanta seguridad que son similares?.
Los dos primeros párrafos de tu texto son deliciosos.
Quien te diga "te odio", nunca te ha querido, eso es obvio. O se ama o se odia, pero no creo que se pueda odiar a alguien que se haya amado, en eso estoy contigo.
Sigue así.
Un abrazo
María

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