El kilómetro cero...




He recorrido un largo trecho hasta llegar a este punto del camino, pero por fin he llegado. Ha sido un viaje tedioso y accidentado. No todo fue un camino de rosas, no. Hubo contratiempos y vicisitudes que sobrepasé con éxito, además de algunas derrotas que permanecieron sobre mis hombros durante muchos kilómetros, con aparente quietud, y haciendo que mis pies en ocasiones hicieran esfuerzos sobrehumanos para avanzar. Pero llegó el momento de descansar, también un tiempo para reflexionar sobre mi travesía.

Descolgué la mochila de mi espalda y me sentí ligera como una nube. Me tambaleé y casi perdí el equilibrio.  Avancé unos metros de puntilla, como hacen los chiquillos que están aprendiendo a desplazarse por la vida. “Ahora tendré que aprender a andar de nuevo y  a mantenerme en pie sin caer, como cuando era un bebé”, me dije riéndome de mí misma. Apoyé la mochila junto a  un arbusto, la abrí y saqué una pala. Hice un agujero considerable justo ahí,  donde me había detenido segundos antes.

Allí mismo, en aquel punto incierto y desconocido de mi camino, comencé a sacar de la mochila  todo lo que había guardado durante lustros y a lanzarlo dentro de aquel agujero para desprenderme de tanto peso inútil.

Metí la mano rebuscando y removiendo todo. Lo primero que saqué fue una bolsa llena de pesadillas. “¿Qué hace esto aquí?...¡fuera! “, grité.  Volví a meter de nuevo la mano y palpé algo duro y pequeño. Una caja donde guardaba  algunos miedos.  “Esto no lo necesito para vivir…¡fuera!”, grité de nuevo.  Rebusqué  y en esta ocasión hallé algo que me sorprendió, un montón de despedidas amargas y otros tantos duelos.  Iban en envoltorios individuales, con nombres escritos que hasta yo había olvidado, y muy bien cerrados. Las despedidas y los duelos suelen tener bastante peso y me costó sacarlos. Los lancé  uno a uno  y fueron cayendo dentro del agujero provocando gran estruendo.
“Esto otro ni siquiera sé qué es…”, dije frunciendo el ceño.  Era una pequeña bolsa de fieltro negro que escondía un puñado de piedrecitas con aristas muy afiladas. Le colgaba una etiqueta de cartón donde se podía leer la palabra “inseguridad”.  “Curiosa manera de tomar forma una inseguridad”, pensé. Arrojé con rabia la bolsita y sentí alivio.  Así continué durante horas, hasta que fui dejando de encontrar cosas inservibles en el fondo de la mochila y comencé a pensar que mi primer objetivo estaba cumplido. 

Me senté en medio  de ese camino que no tenía nombre. Estaba vacío y  limpio. Resplandecía y me hacía sentir muy bien. Casi nadie parecía transitarlo. Aproveché aquel silencio para percibir todo lo que mis sentidos me pudieran regalar en aquel momento tan decisivo.  Sonreí una y otra vez, no podía parar de hacerlo. Pensé que esa sensación era la que se tiene cuando estás aún en el útero materno. Desde allí todo parecía nuevo. Los colores de los árboles eran más vivos, las flores olían con más intensidad y el agua que corría por un arroyo cercano sonaba a música celestial. Quizá estaba en el Paraíso y no lo sabía.

Ahora en mi mochila sólo hay un puñado de cerillas que me ayudarán a iluminar el camino que seguiré a partir de ese instante, un cuaderno en blanco, un lápiz con la punta bien afilada y una goma de borrar  nueva. 
Posé el cuaderno en mi regazo, lo abrí por la primera página y escribí con letra muy clara y grande: “Estoy en el kilómetro cero. Hoy comienza todo”. Después coloqué la fecha  encima para no olvidarla nunca. 

(Relato de Eva Trigo Cervera y fotografía de Lubélia Carvalho)

También publicado en el blog conjunto http://lamanzanadeva.tumblr.com

Comentarios

Frantic St Anger ha dicho que…
Yo también he vuelto a Ítaca desde Finisterre y no precisamente por el camino más corto. Ahora toca vaciar la mochila y echar la ropa a lavar. Mañana... ya veremos.

Un beso.
nieves ha dicho que…
Buen viaje, querida Eva.
Un abrazo
Nieves

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